No. 479, Ofrenda a Gonzalo Márquez Cristo

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Descripción: ConfabulaCabezoteActual

FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA: Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia, Marco Antonio Garzón, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez,  Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos); Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
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OFRENDA A GONZALO MÁRQUEZ CRISTO


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1º. Feb.  de 1963 - 24 Mayo de 2016


Canción de la ceniza
El poeta veía nacer el instante. 
La escritura era la cicatriz dejada por algo que nunca pude comprender.
Al amanecer las nubes entraban a mi casa. El aroma tradujo a las flores y una mujer que nada sabía de la tierra sostenía mi voz cuando viajaba en el potro del miedo.
Ninguna palabra ha permanecido ilesa.
Todas las salidas fueron clausuradas.
Quise desnudar al objeto. Perturbar el origen. Contraer el lenguaje a una edad anterior a la vida para pronunciar el primer sí. Y eso aumentó mi soledad.
Es el amor, no el odio o la venganza, el que terminará por extinguirnos.
Espero a los herejes.
La espina quizá, pero la rosa no puede ser interpretada.
En la red del poema atrapo mi muerte.
¿Quién habitará mi sombra
LA POÉTICA DEL OTRO
Descripción: Gabriel+Arturo+Castro
Gabriel Arturo Castro
I.
       Alguna vez leí que Kafka señalaba con sorpresa, con un placer encantado, que se inició en la literatura cuando pudo reemplazar el “yo” por “el”, momento donde el yo férreo individual fue capaz de trascender hacia los demás sujetos de la enunciación para volverse  colectivo: el tan nombrado “yo es otro” de Rimbaud, ese yo que se separa del sujeto mismo, y se revela, se desdobla constituyendo una exterioridad que se refleja en los otros   (Nerval decía:  “Yo soy el otro”). El yo se extraña para ofrecer una percepción inédita y auténtica de la realidad, desautomatizando el lenguaje, deformando  los materiales que lo componen. Así nace una imagen imprevisible, distinta, es decir, genuina palabra.
       Este yo paralítico (figurativizado desde el antirromanticismo de Eduard Buchner y su expresión de la alienación del hombre en tonos de profundo escepticismo; sumándose Heinrich Von Kleist, el escritor alemán de existencia azarosa; Holderlin y su preocupación espiritual; August Strindberg con sus dramas naturalistas que inspiraron al expresionismo; Samuel Beckett, de la mano de un lenguaje desarticulado y desnudo; o Eugene Ionesco enfrentado a la angustia del absurdo de la condición humana) crea sus propias representaciones y proyecciones fantasmagóricas o espectrales en oposición a las ideas de la razón práctica que desembocaron en el juicio del sujeto absoluto.

       El yo cartesiano-kantiano se diluye hacia un phatos subjetivista gracias al extrañamiento, aquella capacidad de identificarse con el yo que crea pero al tiempo saberlo exiliado y así rehusarlo, rechazarlo, sentirlo transitorio, extranjero, fuera de mí mismo ( se torna un tú, un él y un nosotros; la obra parte de mí pero se colectiviza perdiendo la propiedad yoica, su dominio egocéntrico) y eterno al unísono ( el yo invisible que enunció la obra será un elemento imperecedero y su presencia tendrá una ilusión secreta).
       El yo está presente y ausente simultáneamente, lo reconocemos pero debemos extrañarlo a través del distanciamiento necesario. “Escribir es romper el vínculo que une la palabra a mí mismo”, expresa Maurice Blanchot. La palabra plasmada, vertida, ya no me pertenece, deja de ser realidad primera para hacerse otra realidad mediante la fascinación, la magia que crea fantasmas y un deseo que convierte la vida en literatura. Aspiración lograda porque tomamos posición frente al otro, cuya ubicua presencia impregna la esencia de lo real. Alteridad donde, según Todorov, el hombre se capta a sí mismo “desde el punto de vista de los otros”, y no desde su propia conciencia, incapaz de convertirse en sujeto observador y objeto observado al mismo tiempo:
El ser mismo del hombre (exterior como interior) es una comunicación profunda. Ser significa comunicar. Ser significa ser para otro y, a través de él, para sí. El hombre no posee territorio interior soberano, está enteramente y siempre sobre una frontera; al mirar al interior de sí, mira en los ojos del otro, a través  de los ojos de otro.
       Detrás de la escritura sospechamos al otro, la presencia de otro, lo que hace factible finalmente que la realidad se convierta en poesía y ficción de un mundo ajeno y exterior a mí. Dicha ficcionalización se lleva a cabo a favor de un sujeto, o lo que es lo mismo, toda escritura particular debe orientarse en función del otro, sabiendo de antemano que cada uno de nosotros no somos una totalidad cerrada y excluyente, y que alrededor existen mundos diversos como conjuntos íntegros. Acordémonos de las palabras de María Zambrano:
De la soledad, de la angustia, no se sale a la existencia en un acto solitario, sino a la inversa, de la comunidad en que estoy sumergido salgo a mi realidad a través de alguien en quien me veo, en quien siento mi ser. Toda existencia es recibida.

       Mi experiencia puede ser evocada por otros y compartida de tal forma que mi particularidad se fragmente para ser reorganizada por destinatarios o recreadores de mi hecho comunicativo. La obra comienza a incubarse e interiorizarse desde el lector en potencia, el cual rompe su invisibilidad o su pretendida condición ajena al evento creador. Hay algo del escritor en el lector, pues éste último nos tiende un singular espejo donde vemos nuestra propia imagen que se deshace constantemente.

II.
       Al interior de la poesía existe un teatro de voces, porque está construida a partir del tú poético, monólogo dramático donde surge el diálogo, el escenario sobre el cual se proyecta su experiencia. Para tal efecto el auténtico poeta nos propone, adentro del poema, un fraseo íntimo y extremo de la voz. El poema se torna una conversación, un contrapunto que entreteje escritura y habla, y desde el cual el poeta acomete la construcción de la trama de su obra, un tejido que persigue la evocación de emociones y experiencias auténticas. Se trata de conocer la vida “ajena”, comprender y sentir la existencia del otro distinto a él; simpatía, talante donde proyecta, desde su yo, hacia afuera, su ánimo, impulso y sensaciones, y a la vez se encuentra con las manifestaciones de otros individuos, con quienes inicia una vivencia y convivencia únicas. Así lo asegura Paul Eluard:
           
Hoy, la soledad plena de los poetas se derrumba. Ahora son hombres entre los hombres. Ahora tienen hermanos. Hay una palabra que me exalta, una palabra que nunca he oído sin estremecerme, sin sentir una gran esperanza, la más grande de todas; la de vencer a las fuerzas de  ruina y de muerte que agobian a los hombres. La palabra es: fraternidad.

Es decir, el poeta expresa a través de movimientos interiorizados las vivencias de otros y las suyas propias. Entonces hay una pluralidad de individuos, donde se unen el mundo y el creador. De esta manera su conducta poética se hace alteridad, reconocimiento, aceptación, expresión y testimonio también del otro, porque su poética es convivencia afectiva y espiritual, radical sed de compañía y solidaridad.  Autores como María Ferreira y Diego Arévalo expresan que es necesario revisar las estructuras teóricas e ideológicas basadas en las oposiciones naturaleza – cultura, barbarie – civilización y sujeto – objeto, lugar donde impera la voz egocéntrica, canónica, excluyente y monológica, desconociendo lo marginal, lo diverso y lo múltiple, incapaz de darle la voz a los otros. “La escritura y la literatura surgen en el extremo del conocimiento científico, en la frontera entre saber e ignorancia, donde la escritura se convierte en espacio de creación y los signos y las vivencias se integran correspondiéndose en el mismo seno de la escritura como experiencia y exploración del lenguaje”, agregan Ferreira y Arévalo.

Por su parte Ramírez Peña sostiene que es urgente cederle la palabra a los desposeídos de ella, incluirlos como instancia creativa, la voz colectiva a manera de punto de partida para toda producción. Su propuesta es considerar dichas voces como “saberes constituidos en la tradición como memoria colectiva”, ecos o rumores “porque son contenidos reconocidos por los individuos como existentes, pero que solo se hacen vigentes cuando se les menciona o incluye en los discursos”.
Aquí, al procurar descubrir la realidad del otro, el poeta cree en la existencia sustancial del prójimo, tanto en su intensidad espiritual como en su vida práctica. Para ello no sólo se necesita de la caridad (gracia y virtud y actitud sensible frente al sufrimiento de  demás) sino de imaginación, sensibilidad, curiosidad e intuición.

El poeta se encuentra así con la singular consistencia del otro, sale a su encuentro, lo reinventa dentro de la convivencia física y metafísica, es decir, al interior de la ficción y de la realidad positiva. La percepción del otro le incita a imaginar la intimidad y la realidad física del otro, su voluntad soñadora y su raíz concreta en la tierra. Todo ello gracias a que su comprensión anímica penetra al interior de los otros seres. Convive y sabe lo que significan las diversas declaraciones vitales y apoyado en su experiencia conoce tales manifestaciones.

Pero en esta voz constituida en la intersubjetividad, de acuerdo con Luis Alfonso Ramírez Peña el poeta ubica al otro como punto de partida y como lugar donde se reflejará su yo individual y creador:

La literatura es la expresión de la libertad del sujeto para incorporar en los mundos internos a los mundos externos como propios. El lenguaje se le dispone al sujeto en su posibilidad de originar voces escrutadoras de los imaginarios propios y de todos. El yo surge superando las voces que lo atrapan y lo controlan, pero no para repetir la misma condición. Le resulta suficiente la metáfora para lograr una significación de alternativas provocadoras de sentido.

La voz del poeta es “una voz original e íntegra que se separa de las voces interlocutivas” y sin embargo “la obra está unida a la realidad profunda vivida y sentida por los interlocutores, desde la cual se encuentran en alguna perspectiva”, sostiene Ramírez Peña.

Así pues la poesía está en la mitad de los extremos del solipsismo (idealismo que reduce la realidad al yo individual, del que son meras representaciones el mundo y los demás individuos) y el panteísmo (la identificación de toda realidad con Dios, como su manifestación o resultado de su eterna emanación).

Es la memoria del poeta la que permite la aparición pensamiento del otro hecho  colectivo, y viceversa, los afectos y pensamientos del creador se presentan como afectos y pensamientos de otros.
Puesto el poeta delante del otro, lo que el primero advierte es su totalidad expresiva que aprehende intuitivamente, la vivencia de un individuo espiritual a través de las señales y huellas del poema.
Lo anterior es posible porque en el poeta hay una franca, vital y auténtica conexión entre lo expresado y la expresión, convirtiéndose la manifestación en algo espiritual. Sin embargo es menester subrayar que dicho camino inicia con el entendimiento del poeta  mismo, según Luis Alfonso Ramírez Peña:
También se hacen esfuerzos por entenderse a sí mismo, y a los principios contenidos y saberes aprehendidos o construidos por él mismo. En este sentido, tanto el que escribe, habla, escucha o lee, es interlocutor al tener que entender lo que está diciendo, o recibiendo.

Después de aquella comprensión sobreviene la exposición, la cual se exterioriza como manifestación del espíritu, su mismidad se transporta a la diversidad de los otros y la vida ajena se comprende en su mayor intensidad, e incluso, se tendrá la capacidad de incluir la vida propia, ambas vivaces y reinterpretadas. Se apropia de otras vivencias, de otras voces por medio de su sensibilidad y sentido interno. Sin embargo,  Ramírez Peña hace una salvedad:

En la interpretación existe una disposición de apertura a la voz recibida pero cotejada y orientada por la propia voz. Es un reconocimiento de una voz que habla pero reconociéndola como diferente desde su propia voz.

De tal modo es la naturaleza de la voz lírica, donde la subjetividad del creador dirige la puesta en escena como participación, el permitir que otros tomen parte de lo que tiene dentro. Cuando la vivencia es intensa puede generar el acto expresivo de la poesía; el poema, además de compartir de este modo la vivencia con sus alteraciones. Ballestero dice que lo poético se afinca en el yo como principio de escisión y de ruptura, porque el poeta interpreta la existencia en la esfera de la reflexión y ello ya supone una aparente  distancia, ofrecida por la visión de mundo o punto de vista individual del escritor, intervención personal que se va a presentar, primero como alteración y luego como plenitud. Pfeiffer  enfatiza al respecto:

Porque el poder purificador de la forma ha elevado la experiencia desde lo íntimo hasta lo universal, desde lo que se dio una sola vez hasta lo que se da siempre, desde lo real hasta lo válido. Y es así como ocurre lo increíble: nos sentimos adentrados en un momento anímico pleno, y sin este dualismo: acercamiento a la vida y alejamiento de la vida; entrega y distancia; participación tensa y libre vuelo.

Dichas vivencias se actualizan, recobrando nueva energía de apropiación en cuanto a su vivencia peculiar. En otras palabras, el poeta coparticipa de la existencia espiritual del otro e intenta su comprensión, porque el otro es una realidad, un mundo posible de penetrar. El poema es la consecuencia de una actitud frente a la vivencia del poeta y la del otro. A través del tú se descubre a sí mismo como yo por medio de un diálogo leal; y el nosotros surge como una relación esencial que tiene en cuenta la mutua acción interior de la conversación y el ejercicio de repliegue íntimo del individuo.

En el fondo está la fuerza poética y el esfuerzo poético, ambas constitutivas de un sentido secreto y profundo. Pero tal fuerza pugna contra una resistencia: la coexistencia entre un yo y un mundo afuera que se le opone. Los otros por los ojos del poeta hablan, testimonian, dan fe a las muchedumbres de la horrible dicha de estar vivos y de la manera como hemos urdido nuestra ruina.
Tal confrontación y verificación se vuelve experiencia vital. Ante el afrontamiento el poeta antepone su convicción que proviene de su experiencia. Es más, el yo profundo es experiencia de sí mismo, el cual toma una posición frente a la realidad, gracias a su actividad poética decisoria, orientadora y radical. Es el yo inicial que da principio a la poesía.
Este acto originario de tomar posición permite valorar y vivenciar a través de la experiencia de la vida, la cual se vuelve una actividad de voluntad, determinación de obrar, de los otros y la suya, lo ajeno y lo recíproco. Los otros son individuos con valor, actualidad, reconocimiento o repulsa, vivencia participante.
Por lo tanto, la comprensión de él mismo y de los otros, influirá sobre la vivencia de la realidad del poeta. El poeta se conoce a sí mismo en los demás y conoce a los demás en sí mismo; enuncia el habla del hombre que exige una respuesta ontológica: el ser de su realidad individual también se halla referido al ser de los otros, actitud propia de una poética concéntrica que parte del yo y  gira alrededor del tú. “Comprender al otro, ir al otro y volver del otro no es un problema intelectual, es un problema del corazón y de la memoria, la construcción colectiva del tiempo”, afirma finalmente Abadio Green.

SHOTGUN ZEN

Descripción: inti3

Tal como lo ofrecimos a nuestros lectores, publicamos a continuación el quinto capítulo de Shotgun Zen, última publicación del escritor colombiano Juan Sebastián Gaviria.

5.
El perro intentó seguir a Carter pero se detuvo en el rellano del primer piso. Ladraba escaleras arriba como si la vivienda estuviera en llamas y le señalara la salida a su amo. Afuera, Floyd permanecía sentado en la mecedora con su semblante inalterable y la mirada vacía clavada en los pastizales. Una contrahecha silueta roja ante el fondo blanco de la fachada, una criatura recién nacida cubierta de placenta y excremento.
            La primera racha de gritos de horror resonó en el segundo piso. Los pájaros abandonaron las copas de los árboles del solar como un alma negra y los cerdos en la marranera comenzaron a chillar. El perro se calló y, con la cola entre las patas, trazó pequeños círculos en el rellano. Floyd no parpadeó. Continuó repitiendo las últimas palabras que le había oído decir a su hermano, meciendo la cabeza como si se negara a recibir un bocado de comida. Tank, con la mirada clavada en el techo, siguió el sonido de los pasos que Carter describió en el segundo piso. Se escuchó un crujido húmedo en el silencioso interior de la vivienda, el chillido de la hoja de acero al ser arrancada de la madera, el chasquido de la astilla, el carraspeo de garganta de la muerte, que había hecho una pausa en medio de dos discursos.  
            Carter bajó las escaleras despacio, apoyando su mano derecha en la pared, torciendo los cuadros y dejando desesperadas pinturas rupestres en el papel de colgadura. Su brazo izquierdo se descolgaba hacia atrás como si tuviese el hombro dislocado. Un golpeteo sordo y luminoso seguía sus pasos. Era el hacha de su padre, que él arrastraba por el extremo del largo y esbelto mango de madera. Al ver a Carter descender por las escaleras, Tank comenzó a ladrarle como le había ladrado a Floyd. Lo desconocía, ahora que las manchas de sangre cubrían sus manos hasta los antebrazos y dibujaban arabescos carmesíes en su camisa beige.
            Cruzó el umbral, clavó el hacha ensangrentada en la baranda de madera del porche y se abalanzó sobre Floyd. Lo arrancó de la mecedora y lo arrojó en el suelo polvoriento frente a la casa. Floyd hizo muy poco por protegerse del impacto contra el piso y cayó de cara, con los brazos a los costados del cuerpo. Luego comenzó a arrastrarse lastimeramente, como un ave con las alas fracturadas. Carter desclavó el hacha de la baranda, tomó a su hermano del pelo y lo arrastró alrededor de la vivienda. Tank seguía las huellas que las puntas de los pies de Floyd dejaban en el polvo. Continuaba ladrando, pero como si supiera que el hacha en manos de Carter podía caer sobre su lomo si no se mantenía a raya, conservó una distancia prudente de cuatro o cinco metros. Sus ladridos de miedo sonaron como una denuncia en los oídos de Carter, quien no se molestó en mandarlo callar.
            Detrás de la casa estaba el lugar donde Carter y Zane solían cortar leña para el horno y la chimenea. Era la vieja base de un árbol sobre la que paraban los troncos y los partían en dos con vigorosas descargas del hacha. Aquella hacha había marcado el ritmo de mañanas invernales a lo largo de años enteros, mandando volar mitades de troncos por los aires. Carter tuvo que dejar el hacha en el suelo para poner a su hermano en la posición ideal. 
            —¿Qué hiciste?
            —La fuente de los deseos —masculló Floyd.
            —¡Cállate! —irrumpió Carter—. ¿Qué hiciste? ¡Cállate cuando te hablo! ¡Respóndeme, hijo de puta!
            —La fuente... la fuente de los deseos...
            Acomodó a Floyd sobre el tronco de modo que pudiera decapitarlo con un solo hachazo. El cuello blanco y endeble sobre el que se solía mecer incansablemente su cabeza vacua quedó estirado sobre los anillos concéntricos del tronco, en medio de las profundas huellas que el filo del hacha había dejado en la madera a lo largo de los años. De pronto, los forcejeos y reverberaciones verbales de Floyd se detuvieron. Excepto por los movimientos involuntarios de su mano, permaneció completamente quieto sobre la base del árbol, y a Carter lo invadió la certidumbre de que su hermano sabía exactamente qué estaba a punto de suceder. 
            —¿Sabes lo que vi allí arriba? ¿Crees que ser un impedido de mierda te da derecho a actuar como un psicópata? ¡Habla! ¡Cállate! ¡Te voy a arrancar la puta cabeza!         
Carter levantó el hacha sobre su cabeza, sujetando el mango ensangrentado con ambas manos. Y entonces vio a Floyd ahí, disminuido y vulnerable, con las rodillas en la tierra, el pecho apoyado contra el borde del tronco, y las manitas de tiranosaurio agitándose en el aire, presas de contracciones involuntarias. Un aura de silencio lo envolvía. Un silencio aún mayor que el que lo había envuelto durante toda su existencia.
            —Oh, Dios... —Dejó caer el hacha a su espalda y se llevó las manos al rostro—. No puedo hacer esto, Dios mío... —Caminó en círculos ante la base del árbol sobre la que su hermano yacía boca abajo y se frotó la cara con las manos repetidas veces—. Esto es demasiado... —masculló con voz quebrada.
            Levantó los ojos al cielo e intentó tragar saliva. De pie junto a la base del árbol, escuchando los jadeos de su hermano, permitió que los últimos ecos de horror recorrieran su cuerpo. Al cabo de unos minutos su mente se aclaró en cierta medida. Bajó la mirada y la clavó en el hacha ensangrentada que yacía en el suelo. Negó con la cabeza, apoyando las manos en su cintura, y comenzó a trazar pasos erráticos.
            —Okay, okay... Trabaja con lo que tienes, Carter, sal de esto —se dijo girándose de nuevo e inclinándose sobre su hermano. 
            Ayudó a levantar a Floyd, quien contraía los músculos del rostro esbozando muecas dolorosas como si intentara llorar y no encontrara la manera.
            —Mírame, Floyd —dijo Carter sacudiendo a su hermano por los hombros. Como de costumbre, Floyd enfrentó su rostro al de Carter, pero lo evadió con la mirada, clavando sus ojos en el cielo abismal—. No puedo matarte... —Exasperado, Carter abofeteó a su hermano y volvió a zarandearlo por los hombros. Establecer contacto visual con él rayaba en lo imposible—. ¿Entiendes eso, maldito idiota?
            —Floyd no es idiota —replicó.
            —Sí, sí que lo es —bufó Carter—. Oh, Dios... —Sin liberar los hombros de su hermano, se giró y miró el hacha por última vez. Con no poco esfuerzo, logró subir a Floyd en el asiento del copiloto de la vieja Ford—. Quédate aquí quieto —le ordenó clavándole el dedo índice en el pecho.
            Entró a la casa y caminó apresuradamente hasta la sala. Volcó el sofá con violencia, y lo estrelló contra la pared. Algunos de los cuadros cayeron con un estruendo. Gateando ahí donde el sofá había estado, golpeó el piso de tablas con el oído a ras de suelo. Zane le había hablado de aquella reserva de dinero para que la empleara como mejor le pareciera si él llegaba a faltar. Valiéndose de sus uñas, Carter levantó la tabla y sacó una bolsa del tamaño de un ladrillo. No era ninguna millonada, pero le bastaría para ir tirando por un rato.
            —Lo siento, papá... Dios... Lo siento... —masculló clavando la mirada en el techo de la sala, el suelo de la habitación de sus padres.
Arrojó la bolsa con los billetes sobre los muslos de Floyd y subió al volante. Encendió el motor. Entonces se acordó de Tank.
            —Mierda... el perro...
            Bajó de la camioneta y llamó a Tank a voz en grito. El perro no aparecía por ningún lugar.  Volvió a la casa y recorrió el primer piso. Pasó por la cocina, la sala y la habitación de Floyd. Por último entró a su alcoba, pero no había señal del animal. Se golpeó la cabeza con el puño, como Floyd solía hacerlo en sus ataques. Respiró hondo, con los ojos cerrados y los brazos colgando a los costados. Aguzó el oído esperando escuchar al animal. Oyó que la puerta de la camioneta se cerraba bruscamente, y soltó una maldición. Al salir de la casa se encontró a Floyd acuclillado frente a Tank. El perro ya no le ladraba, pero se mostraba reacio a acercársele. Les ordenó con el mismo tono de voz que subieran a la camioneta, y ambos, perro y chico, obedecieron.
            Condujo hacia la carretera principal. Por el momento no tenía ningún plan, pero sería indispensable limpiar la sangre que bañaba a su hermano para que éste no pareciera precisamente lo que era. Un asesino.
            —Agáchate, Floyd —ordenó Carter cuando vio que una camioneta venía por el mismo camino despavimentado, en dirección contraria—. Baja la puta cabeza.
            Floyd obedeció. Ese camino sólo conducía al rancho de los Atwood. Era un callejón sin salida. La sangre comenzó a latir con violencia en las sienes de Carter.
            —Creo que era la señora Blackburn... sí... La esposa de Joe... Esa es la camioneta de Joe...
            Floyd seguía escurrido en su asiento, con la cabeza estrujada contra la puerta.
            —Ya puedes levantarte, Floyd. Sí... La señora Blackburn... Llevándole a mamá uno de sus putos pasteles de manzana...
            Hacia las once de la noche Carter vio pasar por la ventanilla derecha una estación de servicio. Liberó el acelerador y esperó a que la camioneta se detuviera por su cuenta. Puso el freno de mano, encendió las luces de parqueo, apagó el motor y bajó de la camioneta. Abrió la puerta del copiloto, hurgó bajo el asiento y sacó un lazo. Lo ató de la cintura de Floyd al cuello de Tank. Les diría a su hermano y al perro que lo esperaran ahí. Probablemente Floyd no obedecería, pero Tank no se movería ni un centímetro.
            El chico detrás del mostrador rondaba los veinte años, tenía el rostro perforado por incontables piercings y el cuello decorado con el tatuaje de un colibrí. Además, llevaba puesta una gorra de béisbol por cuyos bordes asomaba el cabello negro y lacio que le cubría los costados del rostro.
            —¿Eso es todo? —preguntó.
            Carter, que había puesto sobre el mostrador los dos galones de agua con los que esperaba poder limpiar a su hermano, dos camisetas de los Rangers de Texas y unas bermudas, lanzó una mirada rápida al chico, a cuya espalda había incontables cajetillas de cigarrillos y latas de tabaco de mascar. Luego paseó la mirada sobre las portadas de las revistas en el estante y la docena de gafas de sol que daban vueltas en un escaparate circular. 
            —Eso es todo —asintió cabizbajo, poniendo un puñado de billetes arrugados sobre el mostrador.
            —¿Están todos bien? ¿Sufrieron un accidente? —preguntó el chico.
            Temeroso de haber palidecido e intentando gobernar su expresión facial, Carter se giró y observó su reflejo en la ventana. Se había preocupado tanto por la sangre que cubría a su hermano que pasó por alto su propia apariencia. Al frotarse el rostro con las manos ensangrentadas había aplicado la más tétrica capa de maquillaje de guerra sobre su semblante.

METAPHYSICA

TESTAMENTO DEL AGUA

A veces una página es la piel de las ausentes

A veces en hojas de carne anoto mis silencios

A veces escribo en los idiomas de la muerte.

Gonzalo Márquez Cristo

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CARTAS DE LOS LECTORES

CONFABULADOS: Quiero darles las gracias por enviarme desde hace tiempo todo ese tesoro literario que ustedes con mucha dedicación preparan para nosotros. He aprendido, me he inspirado y deleitado con su periódico. Les deseo muchos éxitos en esa ardua labor. Mil gracias.  Aída Orrego “OMAJA” Artista plast.
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AMIGOS CONFABULADOS: Marco Antonio Campos es un maestro que juega y dice juega y canta. Gracias Confabulación. Celebro también hoy el magisterio de Esperanza Carvajal. Celebro una vez más la posibilidad de esbozar una sonrisa luego de releer los versos bien logrados. Pedro Licona

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QUERIDOS CONFABULADOS: Volver a leerlos después de las largas vacaciones de diciembre es una inmensa alegría, porque existen muy pocos medios tan exquisitos y generosos como ustedes. Oscar David Velilla
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